TEATRO | Paco Giménez renueva su magia con «Mientras los filósofos duermen», en el Teatro Real

Gracias por compartir esta información

El dramaturgo y director cordobés Paco Giménez hace una llamativa creación con «Mientras los filósofos duermen», adaptación de un texto de Raúl González Tuñón que con un elenco ejemplar acaba de estrenar en el Teatro Real de la ciudad de Córdoba, dentro del ciclo «El Teatro Nacional Cervantes produce en el país».

Con fuerte impacto visual y actuaciones inclinadas a la farsa, lo que se narra tiene elementos del teatro didáctico de principios del siglo XX a través del cual se describía ante la masa proletaria los mecanismos capitalistas, la acumulación del dinero y su traspaso, a través de la explotación laboral, desde las mayorías a las arcas de unos pocos privilegiados.

El relato original, «La cueva caliente», fue publicado por Tuñón en 1957, pero muy bien hubiera podido ser concebido décadas antes por autores como Máximo Gorki o argentinos como Nicolás Olivari, Roberto Arlt o Elías Castelnuovo, interesados en las vidas de los maltratados por el sistema y ocupados por ciertas ingenuidades revolucionarias que revirtieran sus penurias.

Así, ante una crisis que afecta a toda una sociedad -el Rey del Dinero se ha quedado con todos los bienes comunes-, los «representantes» de marginalidades como asesinos, prostitutas, ladrones, mendigos, secuestradores y locos organizan una reunión con el propietario de todo para encontrar algún tipo de equilibrio.

La velada recuerda formalmente a la celebrada en las alcantarillas de la ciudad en «M, el vampiro negro», filme de Fritz Lang rodado en 1931, aunque el fin era otro, pero la coincidencia estriba en el concilio de los miserables para encontrar salidas alternativas al trance que les toca vivir, aunque esta vez el indudable protagonista es el Rey del Dinero.

En paralelo transcurre otra historia, la del enamoramiento y el plan de fuga de la hija del Rey del Dinero con un voluntarioso anarquista, lo que añade un notorio cruce de clases sociales, que también remite a «Metrópolis» (1927), otra obra de la pantalla debida a Lang.

La obra de Giménez transcurre por la acumulación de episodios sobre esa pugna clasista que no busca una revolución -se dice que la eliminación del poderoso será más simbólica que real, como en «1900» (1976), de Bernardo Bertolucci (otra vez el cine)- y el atractivo recae en el uso de luces y sombras, manejadas con magia por Pablo Chiaretta, y los procedimientos escénicos que el director suele desplegar y que le dieron fama en el sostén de sus grupos Los Delincuentes y La Cochera.

Se sabe que Giménez es un largo preparador de sus puestas, que las mira de frente y que trabaja sobre prueba y error, utilizando su prodigiosa memoria como borrador, y que solo muestra sus creaciones cuando las cree concluidas; lo cual no quiere decir que no meta tijeras en lo que convenga aun en medio de una temporada.

Es un hombre de teatro que se nutre de numerosas fuentes -incluidas las telenovelas mexicanas que consume durante las tardes- y que suele trabajar con un núcleo permanente de colaboradores, principio que rigió en el «teatro independiente» argentino desde los años de Leónidas Barletta y que garantiza el conocimiento mutuo de los intérpretes en sus saltos entre una y otra obra.

En este caso los jefes de cada comunidad son Ernesto Salas (asesinos), Mónica Morea (prostitutas), Sapo Heredia (ladrones), Javier López (locos) y Mario Gorostidi (secuestradores), a los que se suman Jorge Ismael Juarez (un enmascarado), Karina Juric (hija del Rey del Dinero), Dimas Games (el anarquista enamorado) y Josemar Bravo (Rey del Dinero). Ese elenco es heterogéneo y en general cada intérprete tiene sus momentos de brillo individual.

Con ellos arma una orquesta que suena muy bien, con intérpretes de gran movilidad física y excelente dicción, a la que suma escenas jugadas con sombras chinescas, utilización de objetos y sonidos para tareas ajenas a su concepción -una metralleta se transforma en un siku- y sobre todo con la gran mesa usada para el encuentro, que además de desplazarse por la escena puede albergar desde una caja de música a los elementos más imaginativos. Hay también virtudes en el vestuario y en los postizos.

Es obvio que la base argumental de «Mientras los filósofos duermen» es lo más débil de la propuesta, ya que en momentos como los que viven las sociedades actuales -y los riesgos que las acosan-, recursos como hacer sopesar por el público un cajón con monedas o la rotura de un billete de curso legal no van a mejorar la realidad. Como no la pudieron mejorar las obras de Gorki, Barletta, Arlt, Olivari o Castelnuovo.

En cambio, lo más positivo es su concepción escénica, descontracturada, libre e imaginativa y con una universalidad despojada de los aires locales con los que Giménez suele aderezar sus trabajos. Hay mucha y auténtica esencia teatral en lo que se ofrece a la platea, un portento que no siempre se produce.

«Mientras los filósofos duermen» se ofrece en la sala Azucena Carmona del Teatro Real, San Jerónimo 66 de la capital cordobesa, de jueves a domingos a las 20.30, hasta el 16 de julio.

Fuente: Télam