En el marco del 8M, Día Internacional de la Mujer, la abogada electoralista y especialista en partidos políticos y géneros, Mariana Amaya Cáceres, desentraña los mecanismos del amor romántico como herramienta de control patriarcal. Con una mirada crítica, la profesora de la Universidad Nacional de Córdoba analiza cómo este modelo de amor, arraigado en la cultura, limita las posibilidades políticas y personales de las mujeres, perpetuando roles de sumisión y exclusión. A través de una reflexión profunda, Amaya Cáceres invita a desmontar los mitos que nos encadenan y a construir un amor feminista, liberador y transformador, que nos permita ser dueñas de nuestras vidas y decisiones. Una lectura imprescindible para repensar el amor como práctica de libertad y no como instrumento de dominación.
«El amor romántico nos quiere sumisas, el feminismo nos quiere libres» por Ab. Mariana Amaya Cáceres.
Desde pequeñas, nos alimentan con relatos de amor romántico, tan sagrados y envolventes como los mitos religiosos. Nos sumergimos en canciones, películas, novelas y cuentos que nos venden la idea de un amor absoluto, destinado a completarnos. Lo consumimos con fervor porque nos ofrece una vía de escape, un remanso de emociones intensas que nos hacen soñar con finales felices. Y esos finales nos prometen algo que parece inalcanzable: un paraíso romántico donde todo es abundancia y plenitud, un mundo donde el amor de un hombre es la solución definitiva a nuestra soledad y vacío.

Pero esta droga del amor romántico no es inocente. Es la estrategia más eficaz para mantenernos atadas a los mandatos de género, a la idea de que nuestro único camino hacia el éxito es ser deseadas, elegidas y amadas por un hombre. Nos dividen en categorías: las que sirven para el placer y las que logran el estatus de esposas y madres. Y así, nos pasamos la vida intentando encajar en estos moldes impuestos, luchando por ser vistas, por ser validadas, por alcanzar ese trono que nos han dicho que nos hará plenas.
Esta imposición cultural del amor romántico no solo afecta nuestras relaciones personales, sino que también limita nuestras posibilidades políticas. Se nos ha enseñado que el amor es nuestra principal vocación, reduciendo nuestro tiempo, energía y ambiciones a la búsqueda de un vínculo que nos complete. Esta narrativa ha servido para excluirnos de los espacios de decisión, confinándonos al ámbito privado mientras los hombres construyen el mundo público y político. Nos vendieron la idea de que el amor es nuestro destino, mientras ellos gobiernan, legislan y ocupan el poder.

El amor romántico patriarcal es un dispositivo de control político y social. No es casual que en los relatos heroicos masculinos los protagonistas estén motivados por la gloria, la aventura o la ambición, mientras que en las historias de mujeres, el desenlace siempre gira en torno al amor. Nos relegan a ser musas, acompañantes o sacrificadas por amor, perpetuando la idea de que nuestra existencia está incompleta sin un otro. Este discurso influye directamente en la representación de las mujeres en la política: nos han dicho que nuestra vocación natural es el cuidado, no el liderazgo. Que nuestra sensibilidad nos hace idóneas para el amor, pero no para la toma de decisiones.
El amor romántico mal entendido nos expone a la violencia y nos drena de poder. Nos convence de que el sacrificio es la esencia del amor, que debemos soportar humillaciones, ausencias y desbalances porque «así es el amor verdadero». Nos enseñan a normalizar la falta de reciprocidad, la espera eterna, la sumisión disfrazada de paciencia. Y en esa espera, en esa entrega ciega, se nos va la energía política. Nos resta tiempo para la acción, para la organización colectiva, para la construcción de espacios de lucha. Nos confina a un trabajo emocional extenuante que nos deja sin fuerzas para desafiar el statu quo.
Hacen falta mucha sensibilidad, empatía y solidaridad para combatir el alquiler de mujeres baratas, muchas leyes y educación para acabar con el machismo y transformar las masculinidades, y mucho feminismo para que todo el mundo tome conciencia de que ni las mujeres ni las niñas ni los bebés somos mercancía. Pero también es necesario un cambio en la manera en que concebimos el amor y su rol en nuestras vidas. Necesitamos un amor que no nos consuma, que no nos someta, que no nos haga perder nuestra voz en la esfera pública.
Si el neoliberalismo se sostiene sobre la explotación y la violencia, el feminismo nos enseña que la revolución debe construirse desde el cuidado y la solidaridad. No el amor que nos vendieron, en donde las relaciones son dispares, asimétricas en donde somos reducidas a objetos propiedad del otro y por consecuencia a la violencia, a la mercantilización de nuestros cuerpos. En nombre del amor, no se puede someter y exigir sacrificios perpetuos.

Nos hicieron creer que la dureza es el precio de la supervivencia, que debemos endurecernos para que el mundo no nos aplaste. Pero ese ciclo de crueldad y frialdad solo perpetúa el mismo sistema que nos oprime. Reflexionar sobre nuestra propia violencia, sobre los patrones que perpetuamos, es un paso fundamental para construir nuevas formas de estar en el mundo.
El siglo del feminismo nos exige una transformación no solo política y social, sino también cultural y simbólica. Necesitamos otros relatos, otros referentes, otras formas de contar el amor. Despatriarcalizar la cultura es una tarea colectiva, un compromiso para liberarnos de los mitos que nos encadenan y construir una narrativa donde amar no sea sinónimo de perderse, sino de encontrarse en libertad.
Es urgente que reivindiquemos nuestro derecho a cuidar y a ser cuidadas, pero también a decidir sobre nuestros cuerpos, nuestros tiempos y nuestras prioridades. El amor no puede seguir siendo un mecanismo de dominación, ni una excusa para perpetuar la desigualdad. Necesitamos una revolución del amor que lo convierta en una práctica de libertad y no de subordinación. Un amor feminista, político, transformador. Un amor que no nos haga más pequeñas, sino más libres.
El siglo del feminismo nos llama a redefinir no solo las estructuras políticas y sociales, sino también las narrativas culturales que nos han moldeado. Necesitamos un amor que no nos reduzca, que no nos exija sacrificios perpetuos, sino que nos impulse a crecer en libertad y solidaridad.
Como señala Mariana Amaya Cáceres, la revolución del amor es una tarea urgente: un amor feminista, político y transformador, que nos permita encontrarnos sin perdernos, que nos haga más grandes, más libres y más dueñas de nuestros destinos.
Este 8M, recordamos que la lucha por la igualdad también pasa por reimaginar el amor, no como una cadena, sino como un puente hacia la emancipación colectiva.
Valen Goro – Diario de Punilla | Ab. Mariana Amaya Cáceres