El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula de Silva, lloró ante la multitud que desbordó Brasilia cuando habló de la desigualdad, luego de recibir esta tarde la banda presidencial de manos de una mujer negra y rodeado por representantes del pueblo, ante la negativa del mandatario saliente, Jair Bolsonaro, de hacer el traspaso del mando, y apuntó a la reconciliación social cuando prometió «gobernar para 215 millones».
«Voy a gobernar para 215 millones de brasileras y brasileros y no solo para quienes votaron por mí», prometió Lula en su discurso en el parlatorio del Palacio del Planalto, sede del gobierno de Brasil.
«A nadie le interesa un país viviendo en pie de guerra», agregó y pidió terminar con las «bombas y las fake news».
«La necesidad de unir al país, somos un único país, un único pueblo, somos todos brasileros», insistió.
Brasil no tiene un Ministerio de Reconciliación Nacional, como lo tienen países como Siria, y tampoco es Siria, pero la idea de una rivalidad social como una herida que sangra parece ser la lectura del mandatario sobre el legado de Bolsonaro.
La idea de reconciliación de la sociedad sobrevoló toda la ceremonia de su toma de posesión de mando.
Cuando el mandatario saliente decidió irse del país, a solo 48 horas de que su sucesor asumiera el cargo, y por ende, se negara a colocarle la banda presidencial, solo fue un momento más en que se escenificaron las rivalidades que atraviesan Brasil.
Tampoco el vicepresidente saliente, Hamilton Mourao, quiso asumir la tarea.
El último dictador de Brasil, João Figueiredo, fue el único que no pasó la banda al presidente entrante, José Serney.
Desde que bajó del Roll Royce descapotable en el que realizó la caravana presidencial se escucharon gritos que pedían que «Dilma (Rousseff) pase la banda». Pero el plan era otro.
La respuesta de Lula, con la impronta de la primera dama Rosangela «Janja» da Silva, fue que la banda se la colocaran representantes del pueblo brasileño.
Aline Sousa, una mujer negra de 33 años, fue la encargada de cruzarle el símbolo presidencial -una tradición instituida desde 1910- acompañada por el cacique Raoni Metuktire, de 90 años, líder del pueblo Kayapó; además de un metalúrgico, un profesor, una cocinera, un hombre con parálisis cerebral, un artesano y un niño.
La primera dama se corrió a un costado, mientras no dejaba de secarse las lágrimas con las manos.
Tras ser investido con los atributos del mando, se tomó de las manos con su vicepresidente, Geraldo Alckmin, y sus respectivas esposas, para levantarlas en saludo a la multitud que siguió la ceremonia desde la explanada del edificio.
Llevar en la fórmula a uno de sus históricos rivales y formar una alianza amplia, con nueve partidos más independientes al frente de sus 37 Ministerios, es un primer intento del líder «petista» por superar divisiones.
Pero las divisiones que más conmovieron a Lula durante su discurso, no fueron las políticas, sino las sociales.
«Trabajadores desempleados exhibiendo, en los semáforos, carteles de cartón con la frase que nos avergüenza a todos: ‘Por favor, ayúdenme'», dijo mientras lo interrumpieron las lágrimas y tuvo que beber agua para seguir.
Bolsonaro dejó un país signado por el regresó al mapa del hambre de la ONU, que mostró que el 28,9% de la población del país padece «inseguridad alimentaria moderada o severa».
Por eso, el hambre, una de sus obsesiones de campaña, también fue un tópico central.
«El principal compromiso que hicimos en 2003 fue luchar contra la desigualdad y la pobreza extrema, y garantizar a cada persona en este país el derecho a desayunar, almorzar y cenar todos los días, y cumplimos ese compromiso», dijo Lula.
Pero enseguida lamentó, que 20 años después, Brasil volviera «a un pasado que creíamos enterrado», donde «la desigualdad y la pobreza extrema están aumentando nuevamente y ha vuelto el hambre».
«El hambre es hija de la desigualdad, que es la madre de los grandes males que retrasan el desarrollo de Brasil. La desigualdad disminuye nuestro país de dimensiones continentales, al dividirlo en partes que no pueden ser reconocidas», concluyó.
Estaba previsto que la lluvia llegara a Brasilia justo cuando Lula iniciara su caravana que lo llevó de la Catedral Metropolitana hasta el Congreso y desde allí a la rampa del Planalto -todos edificios diseñados por Lucio Costa y Oscar Niemeyer para la inauguración de la ciudad capital en 1960- pero el agua, al menos del cielo no llegó.
Los bomberos debieron mojar con mangueras a la multitud que aguardaba bajo el sol.
Todo era visto como una señal de esperanza entre los seguidores ubicados en la Plaza de los Tres Poderes, 40 mil privilegiados -según la policía militar del distrito federal- que pudieron escuchar al líder, mientras que el resto de los cerca de 300 mil que arrojaban las previsiones se dispersaron por la ciudad.
Entre los invitados en la sede de gobierno, en su mayoría representantes de la sociedad civil, también hubo llantos de emoción y una palabra que se repetía: «histórico».
Marissol Mwaba, mujer negra de 31, brasileña de familia congolesa que cantará en el Festival del Futuro, el show de música que sigue a los actos protocolares , dijo a Télam que estaba feliz por el «regreso de la democracia» que es una «esperanza para un Brasil mejor».
Alexandre Leone, Rabino de San Pablo, dijo que «hoy es el día de la reconstrucción de la democracia y Estado de derecho», mientras que Makota Célia Gonçalves Souza, coordinadora nacional del Centro Nacional de Africanidades y Resistencia Afro-Brasilera (CENARAB), celebró el regreso de un «Estado laico, que no tenga credo pero que deje rezar».
«Es un momento histórico porque el que está asumiendo es el pueblo brasileño y es un freno a los políticos que no respeten el orden democrático», dijo Tiago Botelho del PT de Mato Grosso del Sur, quien lloraba mientras escuchaba el discurso de Lula.
Las noticias con operativos de las fuerzas de seguridad y detención de personas sospechosas de intentar provocar disturbios no paran de llegar, pero las personas permanecen en las calles.
Cuando se escuchó una explosión entre la multitud, hubo caras de tranquilidad de que se trataba de algo inofensivo, pero algunas caras de preocupación solo son un indicio de la tensión social que atraviesa Brasil.
Lo cierto es que Lula no pasará desapercibido, asume un gobierno que hace suspirar aliviada a poco más de media población brasileña, mientras que le quita lágrimas y gritos de bronca a otros.
Por eso, su mayor desafío será ensamblar las piezas de un Brasil que hoy parecen irreconciliables.
Por Ariadna Dacil Lanza, enviada especial Télam