Con un GPS único en la historia brasileña que lo guió nuevamente desde la oscuridad de la cárcel y la proscripción al Palacio del Planalto, el exsindicalista metalúrgico Luiz Inácio Lula da Silva asumirá mañana la presidencia número 39 de Brasil a los 77 años, por tercera vez, con la virtud de ser un fundamentalista de la negociación, clave para cerrar la era de Jair Bolsonaro.
Fundador del Partido de los Trabajadores (PT), Lula es el gran protagonista de la historia brasileña y actor imprescindible del siglo XXI para América Latina, el sur Global y una voz que pretende utilizar la discusión del cambio climático como una forma de insertar el «soft power» de la diplomacia amazónica para volver a sentar a su país en las mesas de decisión mundial como lo hizo en su gestión 2003-2010.
«Una vez estábamos en Londres con Lula y apareció Bono (líder de la banda irlandesa U2). Abrazó a Lula, llamó a los periodistas y dijo: ‘Después de Nelson Mandela, Lula es el único que puede hablar con los ricos y pobres de este mundo, con los negros y los blancos, con los gordos y los flacos»’, contó a Télam el biógrafo del líder brasileño, Fernado Moraes.
Apenas con escuela primaria y con un título de tornero mecánico, Lula es un socialista que se formó en la militancia ya de adulto, cuando ingresó a mediados de los 70 a la dirección del sindicato de Metalúrgicos del ABC en plena dictadura militar, por recomendación de su hermano Frei Chico, que era el politizado de la casa, un afiliado al Partido Comunista.
Esta formación flexible, entendiendo a quien no le gusta la política y a quien desprecia a la política, convirtió a Lula en el político más exitoso de Brasil. «Soy una metamorfosis ambulante», suele decir, evocando a la canción más famosa del legendario rockero Raúl Seixas.
La capacidad de negociador eterno le hizo declarar en su primera gestión que estaba en condiciones de negociar «con Judas» para obtener gobernabilidad y eso es lo que ha hecho en la campaña 2022 para derrotar al bolsonarismo en el balotaje, impulsando un frente amplio que logró ganarle al fenómeno de la ultraderecha popular que amenazaba con quedarse por otros cuatro años. O más.
Se alió con Simone Tebet, del Movimiento de la Democracia Brasileña del expresidente Michel Temer, considerado el Judas que traicionó a Dilma Rousseff para derrocarla en 2016 y frenar a los gobiernos del PT. Ella será su ministra de Planificación y posiblemente la candidata de este frente en 2026, ya que Lula dijo que no quiere ser como el portugués Mario Soares, es decir, presentarse como candidato con más de 81 años. Se alió, también, con sectores del bloque conservador Centrao, que le dio el respaldo a la gestión Bolsonaro.
El biógrafo Moraes, después de haber convivido con él desde 1979, considera que «Lula es una figura sucesoria de Mandela como símbolo, pero con una capacidad de diálogo única».
«Lula tiene una extrema capacidad negociadora. Él se transformó en una figura nacional e internacional negociando con los patrones más egoístas y medievales de América Latina, que son los brasileños, y representando a 500.000 obreros en huelga en plena dictadura militar, que lo mandó a prisión por un mes. Él aprendió a negociar un recibo de sueldo y termina negociando gobiernos y negociando a nivel internacional», evocó Moraes.
Según su biógrafo, Lula también puede convertirse en una suerte de mediador para la guerra de Ucrania.
«El mundo ha perdido a estos dirigentes con capacidad de diálogo, de negociación. Ahora Lula ha vuelto. Pensaban que se iba a retirar después de haber salido de la cárcel. Todos pensaban eso menos yo, humildemente, porque si hay algo que lo distingue es la obstinación», sostuvo Moraes.
El fundador del PT lleva adelante una nueva resurrección política tras sus 580 días de cárcel por condenas que fueron luego anuladas por parcialidad. Después de haber gobernado entre 2003 y 2010, este Lula del tercer mandato lo encuentra con la barba blanca, la voz cascada y casado por tercera vez.
Convertido en «pai dos pobres» (como le decían a Getulio Vargas), después de sus dos mandatos presidenciales Lula sacó de la miseria a más de 36 millones brasileños y creó 22 millones de empleos, con salarios por encima de la inflación.
«Yo podría estar disfrutando de mi tercer matrimonio, pero acepté ser el candidato para reconstruir el país», dijo cuando se lanzó otra vez para la Presidencia, luego de casarse en marzo con Rosángela Silva, una socióloga militante del PT con quien comenzó un noviazgo cuando ella lo visitaba en su celda en la ciudad de Curitiba, en el estado de Paraná, en 2018.
Allí estuvo preso tras haber sido condenado a nueve años de prisión por corrupción en la Operación Lava Jato por una denuncia del fiscal Deltan Dallagnol, acogida y aceptada por el exjuez Sérgio Moro, una condena que lo proscribió de las elecciones de 2018, en las que venció Bolsonaro, en el peor momento del PT y con una ola antisistema que arrastró a todos los partidos políticos.
En medio de la Operación Lava Jato, Lula perdió por un accidente cerebrovascular a su segunda esposa, Marisa Leticia Rocco, con quien estuvo casado 50 años y tuvo tres hijos. En prisión, además, Lula perdió a su hermano Vavá y su nieto Arthur.
Lava Jato, que investigó los desvíos de miles de millones de dólares de Petrobras por contratos fraudulentos con empresas de ingeniería como Odebrecht, le valió a Lula que la derecha le endilgara el mote de «ladrón».
La de Lava Jato no fue la primera vez que Lula fue llevado a la cárcel. La primera había sido en 1980, durante menos de un mes, por parte de la dictadura militar, que lo capturó como preso político por haber encabezado desde 1978 las más grandes huelgas de trabajadores que se registraron en la historia brasileña.
Como presidente del Sindicato de Metalúrgicos, Lula arrastraba multitudes a sus actos, hablaba sin micrófono en estadios, era un barbudo venerado por el pueblo trabajador no politizado que tenía contacto por primera vez con la política.
En esas huelgas surgió la idea de unir intelectuales con los brazos duros del ABC paulista, el cordón industrial más importante de América Latina, para formar el PT y luego la Central Única de Trabajadores.
Lula perdió su dedo meñique izquierdo en una máquina prensadora haciendo horas extras de madrugada en una fábrica de cofres de seguridad para bancos.
Este fanático del Corinthians, admirador de Garrincha y del sambista popular Zeca Pagodinho y las novelas de la TV Globo, que en Estados Unidos sería un ejemplo de «self-made man», dejó la escuela primaria para trabajar como repartidor en una tintorería, vendedor de naranjas en las esquinas y lustrabotas.
Había llegado a San Pablo en los años 50 huyendo del hambre con sus siete hermanos y su madre, Dona Lindú, en un camión de madera en quince días de viaje desde Garanhuns, interior miserable de Pernambuco, donde conoció, por ejemplo, el agua potable recién a los 5 años.
El alimento familiar, muchas veces, fueron insectos que rodeaban la casa de adobe en medio del «sertão», la región seca donde la falta de agua ha generado la mayor ola migratoria del nordeste hasta San Pablo y Río de Janeiro, los centros urbanos más ricos del país.
Su resurección vino de la mano de otro de sus golpes de negociador incansable. Fernando Haddad, que será su ministro de Hacienda, contó cómo Lula eligió al exgobernador paulista Geraldo Alckmin, su rival en 2006, como su vice en 2022.
«Un día nos reunimos y le cuento a Lula que sí, que Alckmin tiene interés en ser vice -contó Haddad-. Y entonces Lula se llevó su mano al bigote, comenzó a tocarse la barba, y con su voz profunda dijo. ¿Viste? La política es maravillosa».
Por Pablo Iuliano, enviado especial Télam